LA INTELIGENCIA ES EMOCIONAL O NO ES INTELIGENCIA
Sobre Rebeca y Francisco, mis primos quienes amo.
¿Qué valor tiene la justicia si en el camino para encontrarla se lleva la humanidad por delante?
¿Cuándo retrocedió el mundo a la barbarie, a la ira social, al olvido del debido proceso y la empatía?
¿Cuándo se le olvidó a la humanidad que las mentiras son una deuda con la verdad?
¿Desde cuándo es la convivencia un valor individual?
¿Qué pasó con la libertad que de ella no bebe ninguna responsabilidad?
¿Qué hizo a la conciencia algo tan banal, espontáneo y antipático?
¿Hasta cuándo será el diagnóstico un tapón de las razones?
Ojalá la gente aprendiera desde la distancia, pero como se ha demostrado, solo la experiencia sensibiliza.
Mucho tiempo ha pasado desde que mi familia sufre el brutal infortunio de tener en nuestro núcleo personas que padecen enfermedades mentales. Son más de 28 años en los que hemos presenciado los peores escenarios que cualquier persona pueda imaginar. Hemos soportado las consecuencias de este complicado camino. Hemos hecho todo lo que ha estado en nuestras manos para lidiar con ello. Hemos pedido ayuda. Hemos soportado el inmensurable peso de la inestabilidad y la incertidumbre emocional. Nos hemos roto, nos hemos unido. Hemos pasado por indescriptibles crisis que pocas familias pudiesen enfrentar con tal valentía. Hemos sido por demasiado tiempo víctimas del destino y hemos aprendido no solo a vivir con ello, sino a crecer humanamente pese a ello. Pero lo que nunca habíamos vivido (y que es lo que nos ha mantenido en silencio en estas últimas semanas) es la experiencia de tener al mundo entero en nuestra contra, llamándonos degenerados, cómplices y encubridores; deseándonos la muerte, la ira y la miseria. Nunca habíamos experimentado un cólera tan brutal. Nunca habíamos sido víctimas de tanta difamación, de tantas mentiras, de tanto odio sin siquiera conocer la verdad. Nos han llamado locos, han vulnerado nuestra intimidad, nuestro honor, nuestra estabilidad. Han hecho que (debido a la necesidad de defendernos judicialmente) nos gastemos todos los recursos que tenemos -y los que no- en abogados, trámites y burocracia. En definitiva, nos han castigado de todas las formas inimaginables por tener nuestra familia la desgracia de configurarse en un espectro mental que emigra del canon establecido. Por eso, le deseo a todos la trágica pero bellísima vida rodeada de personas que sufren de trastornos mentales. Trágica por el inherente recorrido por el caos pero bellísima por el altísimo nivel de humanidad que supone sensibilizarlas.
Hasta hace pocos días pensábamos que no existía una conciencia colectiva tan vil que pudiera enjuiciar socialmente a Rebeca y a Francisco a un destino de extradición, destierro y desahucio y las desgarradoras consecuencias finales que eso supondría, hoy, luego que esta conciencia colectiva haya sufrido la maquiavélica manipulación de una matriz de opinión organizada con el único objetivo de enajenar a nuestra familia de cualquier atisbo de humanidad, sabemos, que la única herramienta que tenemos (y que siempre hemos usado) para evitarlo es la verdad.
Sabemos que no tardará mucho antes de que salga a relucir toda la verdad de esta triste historia. En que aquellos que utilizaron la mentira, la especulación y la narrativa del odio pagarán justamente por sus acciones, penalmente o en su conciencia. Mientras, nosotros seguiremos en duelo. Tratando de redimir nuestra cotidianidad, aprendiendo a socializar sin que nos importe el criminal enjuiciamiento moral que se dibuja en color transparente en cualquier aparente normal interacción. Trataremos de sonreír sin ser señalados. De vivir una vida digna sin sentir que no la merecemos. Mientras sale a relucir esa verdad, nos ocuparemos exclusivamente de encontrar la ayuda que mis primos necesitan y con ella, la tranquilidad y libertad que todo el mundo merece.
La inteligencia es emocional o no es inteligencia
Nunca fui feliz en Venezuela. Mis compañeros de clase me pegaban porque era amanerado. Los policías me matraqueaban porque manejaba un carro pequeñito, un Spark. En las minitecas la gente se burlaba de mis zapatos gastados y cuando agarraba el autobús para Altamira, el chófer me miraba de arriba abajo y me preguntaba si estaba perdido. En el país de la vanidad, de la picardía y del orgullo por la antipatía, ser diferente es una perversidad que debe ser señalada y perseguida. Para la sociedad venezolana en la que yo crecí, ser femenino siendo hombre, ser pobre siendo rico, estar enfermo siendo humano es una deuda impagable con la convivencia y la tranquilidad. Nunca fui feliz en Venezuela porque mi vida se sentía como una pieza en jaque mate: a donde me moviera, me comían. Mis amigos me decían, entre risas, “negro marico” y cuando estaba en la playa los pescadores me llamaban “blanquito sifrino”. Los hombres me decían “feo”, las mujeres me decían “rarito”. Todo el mundo en Venezuela me dibujaba sin saber nada sobre mi vida. Todo, en ese país tatuado en mi partida literal, es una superficialidad: un afán por convertir el desconocimiento en insulto a ver si así hablan su idioma. Nunca fui feliz en Venezuela porque pocos me comprendían. La gente me enajenaba de mi mente por ser quien era, por expresarme de la manera que sentía. Me veían y solo entendían sus prejuicios, su clasismo, su homofobia y su incomprensión, ergo, solo veían lo que ellos querían ver y no quien realmente era yo. Con el peligro que eso conlleva: caracterizar la humanidad de alguien producto de estereotipos, tabúes y estigmas.
Tenía 16 años y ya estaba tremendamente ansioso por irme de ese país. Irme a España significaba, paradójicamente, marcharme para llegar, para encontrarme y reconciliarme con mi añorada naturaleza. Llegué en 2014 a este país libre, seguro, rico. Lleno de ofertas de trabajo, de becas universitarias, de bares con gente diversa, de gente bella, de gente fea, de mujeres, de chinos, de sevillanos y argentinos con tatuajes. Un país amplio, moderno, pero sobre todo, atento con aquellos que no encajaban con el estereotipo. Cuando llegué a Madrid, conocí la ONCE, esa fundación que emplea a personas con capacidad reducida y los integra poniéndolos a vender billetes de lotería. Entendí lo que era la accesibilidad. Un concepto que no debe entenderse como aquello a lo que se puede acceder o no, sino como aquello en lo que todos podamos entrar sin ninguna dificultad. Empecé a ver las rampas de acceso en donde antes, en Venezuela, habría un valet parking, farmacias, hospitales públicos dignos, oficinas de atención al ciudadano y un sinfín de instrumentos para la construcción de una sociedad sana, atendida y protegida.
Pensarás: ¿qué necesidad habrá de que yo le cuente al mundo (a una cuerda de extraños o no) una historia tan personal para hablar de algo tan público como es ahora el caso de mis primos? Tal vez tengas razón, tal vez la estrategia debería ser el silencio. Tal vez el comentario genérico, legal, procedimental, sería más prudente, así opinan algunos abogados que nos están ayudando. Pero mi opinión es que la necesidad es imperiosa. La necesidad de contar toda la historia conlleva ser transparente y sincero, y así, tratar de recuperar la poca dignidad que pareciera quedarle al nombre de mi familia. Es de suma necesidad acudir a la narrativa de sensibilidad que supone abrirse y continuar contando la verdad, esta vez, claro está, señalando también las mentiras, improperios y demás técnicas despiadadas que algunas personas se empeñan en utilizar para construir una historia muy alejada a la realidad. La búsqueda de la verdad nunca fue en vano, y esta no es una excepción.
Mi primer beso real lo di a los 18 años, graduado del colegio y habiendo dejado Venezuela detrás. Habiendo crecido en la burbuja en la que crecí, darle un beso a la persona que quería dárselo era un ejercicio de mucho riesgo. Había que ser muy valiente para asumir ser la fuente de entretenimiento, de juicios y de fuertes chalequeos físicos y mentales como para arriesgar todo por el contacto físico, por un imposible amor. ¡Qué complicadas son las decisiones que el mundo nos obliga a tomar! ¡Qué incomprendida es la verdad cuando le debemos tanto por culpa de la empatía! No di mi primer beso hasta que llegué a España porque ese beso me lo regaló un hombre. Producto de ese pecado que en Venezuela es ser diferente, tuve que esperar 18 años, cruzar el Atlántico y tirar por la borda un millón de inseguridades para recibir algo tan banal pero tan importante como un beso. Una vez explorado el romance y habiendo hecho tregua con mi conciencia por haber esperado tanto por algo tan bello, me refugié en la lectura, el cine y la música; como muchos adolescentes hacen, se refugian ante la libertad por miedo a estropearla, a que se les escape. Tienen el mundo por delante pero adolecen de criterio suficiente como para saber qué hacer con él. La inteligencia es emocional o no es inteligencia, y cuando uno está configurándose en la intemperie de un mundo baldío, todo es emoción. El mundo es demasiado inhóspito como para ser inteligente y al luchar contra él, entonces, decidimos buscar respuestas dentro, en la introspección, en la tranquilidad que amerita encontrarse. Luego, cuando crecemos y vamos adaptándonos y entendiendo nuestro entorno, todo es inteligencia. Ya no basta con las respuestas que nos brinda la placidez del propio ser, es necesario ahora moverse, convencer, construir un mundo exterior. Utilizar la inteligencia y no tanto la emoción. Pero, repito, la inteligencia es emocional o no es inteligencia. Luego de esa externalización de la personalidad, no tardará mucho en darnos cuenta de que haber escondido la emoción era un camino sin salida: al principio y al final, como animales sociales que somos, necesitamos de la tregua empática para poder desenvolvernos. El blindado individualismo al que en algún momento fui devoto, se ha ido transformando día a día, tropiezo a tropiezo, en una especie de responsabilidad social, una suerte de filosofía que entiende que, ante todo, somos individuos, sí, pero que vivimos en sociedad para satisfacer tres cuestiones: la biológica, la felicidad individual y la responsabilidad colectiva.
De esta última quiero hablar. Quiero hablar desde lo más profundo de mi ser. Quiero hablar porque lo que se ha hecho estos últimas semanas conmigo, con mi familia y en especial, con Rebeca y Francisco, es la cacería más atroz, despiadada e infundada que he visto nunca y siento que con las palabras y la verdad podré, al menos, brindar la claridad que se merece toda sociedad que busca esa responsabilidad colectiva.
Gonzalo Himiob, abogado y profesor, en un podcast publicado por El Estímulo titulado: “Caso Hermanos García”, con respecto a las normas, procedimientos y principios que deben ser respetados para convivir en sociedad, dijo: “A la civilización le costó mucho alcanzar estos parámetros que nos sirven como catalizadores de la ira social contra las personas. Y muchas veces el revuelo que producen las RRSS no contribuye a la búsqueda de la verdad, sino a otras cosas que distorsionan la naturaleza de los procesos penales”.
Sin lugar a dudas, sus palabras hacen referencia a la barbarie que tanto medios de comunicación como individuos han desatado desde el 14 de mayo en todos los canales existentes. Twitter, televisión nacional e internacional, WhatsApp, prensa escrita; todos los canales de comunicación, convencionales y no, estuvieron ferozmente implicados en un ejercicio tan triste que el rigor periodístico quedó en segundo plano. La cantidad de mentiras, acusaciones y amenazas que se han creado alrededor de un problema muy serio fueron consolidándose como un escenario en donde todo se permitía. La presunción de inocencia como principio fundamental (no solo de un estado de derecho constituido, sino como remedio socializador) fue tan violentada y disminuida que preocupa, ya no solo como familiar de Rebeca y Francisco, sino como ciudadano, como humano. Preocupa el nivel de morbosidad por la noticia en vez de la persecución de la verdad. Preocupa la desensibilización absoluta no sólo frente a mis primos, sino también a la narrativa completa, desvirtuando así incluso la búsqueda de cualquier justicia. Preocupan muchas cosas en estos días de delirio, pero sin duda, lo que más me preocupa, es el bienestar de mis primos, mi tía y mi familia.
¿Quién soy? Soy Daniel Vannini Álvarez, primo… hermano de Rebeca y Francisco García. Con ellos crecí, junto con mis otros 10 primos hermanos Álvarez. La mamá de Rebeca y Francisco, La Gorda, no es mi tía, es mi mamá. En ella deposito mi más profunda devoción porque es la persona más amable, extrovertida y entregada que conozco. Creciendo, nos reíamos con ella porque cada vez que iba en el carro y alguien le hacía la señal para pedir la cola, ella se detenía y, con una sonrisa, la montaba en su carro para acercarla a donde le pidieran. Durante el trayecto, le sacaba conversación al extraño y, sin mucho esfuerzo, ya tenía un amigo más. La Gorda podía tener dos billetes en la cartera y los dos nos los daba a Francisco y a mí para comprar un jugo de parchita o un cachito luego de buscarnos en el colegio. Ella ha dedicado su vida a hacer feliz a quien sea que se cruzara por su camino. De eso no solo tengo constancia, también una increíble admiración.
Mi tía, a pesar del injusto infierno por el que está pasando en este momento, producto de esa irresponsabilidad colectiva que pretende destrozarla, deshumanizarla y culpabilizarla, sigue trabajando y moviéndose para gestionar de la mejor manera esto que lleva sufriendo toda su vida: la violencia que sufrió en manos de su exesposo, la enfermedad de sus hijos, el atroz infortunio que le tocó. Esa desafortunada condición que afecta a sus dos hijos, a mis dos primos, que no es más que un compendio de razones biológicas y del entorno, nunca va a dejar de ser su realidad. Nunca va a dejar de sufrirla, de intentar apaciguarla y resolverla, de ir apagando los fuegos que se prendan. Mi tía, a pesar de ser una víctima más de todo este martirio, nunca va a descansar porque su amor por sus hijos es incondicional y ahora, entre otras mil desgracias, debido a esta cacería injusta en su contra, nunca va a poder volver a Venezuela, donde perdió su casa, su trabajo, su vida y sus raíces. Ahora, posiblemente, nunca va a ser tratada igual por aquellos que no la conocen, porque confíen, todos los que la conocen saben quién es y todo lo que ha hecho. Conocen la verdadera historia. Saben que ha hecho lo humanamente posible, con sus fallos y aciertos, para que Rebeca no acose ni amenace ni sea la persona que es cuando está en esa inevitable tragedia psicótica. Pero también para que Rebe no se autolesione, ni intente hacerle daño a su mamá o a su esposo, que no atente físicamente contra su hermano ni el resto de mi familia, pero sobre todo, que no intente, una y otra vez, quitarse la vida.
La responsabilidad colectiva pareciera empezar en la labor protectora del Estado. Muchas personas culpan de sus dolencias a la ineptitud del Estado en el que tributan, conviven o votan. Y es cierto. Es inaudito que en 2024 (o hace 20 años) en Venezuela no exista una institución pública digna en donde ayuden a personas como Rebeca. Es una reclamación justa, pero insuficiente. El Estado venezolano nunca ha sido apto para tratar ningún tema. Y eso no es una opinión, es un hecho respaldado por cada una de las personas que en cualquier momento, y con toda seguridad, han sufrido un atropello en manos del gobierno que lleva 25 años en el poder. ¿Con qué barra moral, humanitaria, de pura lógica puede pedirse la persecución de dos personas a un régimen corrupto y asesino? ¿Cómo se puede minimizar tanto un problema tan importante y doloroso como puede ser la salud mental como para banalizarlo a punta de gritos de justicia si en Venezuela hace tiempo ya que esa palabra no existe? La respuesta: a través de una responsabilidad colectiva podrida y vil, muerta, harta de la mezquindad, del ahogo con que el Estado pretende sofocar a la sociedad civil. Es simplemente escalofriante leer los mensajes de odio, con sed de muerte y venganza hacia toda mi familia y no detenerse a pensar que el antecedente a la ineptitud del Estado es la estupidez y la maldad del imaginario colectivo, sobre todo ese que se hizo ver en Twitter y demás canales de comunicación.
Francisco y yo crecimos juntos. Tenemos (o teníamos) grupos de amigos en común. Muchos de sus amigos son mis amigos porque todos son personas de bien: trabajadoras, bondadosas y divertidas. Francisco, en el colegio, era un chamo normal. No era ni muy popular ni de los retraídos. Por ende, tenía muchos amigos. Un grupo cercano de casi 10 personas de las cuales muchas me han enviado mensajes de aliento y apoyo estos últimos días. Mensajes que muestran un profundo sentimiento de angustia y nostalgia porque son personas que conocen a Francisco. Conocen su bondad, su total falta de malicia, su ayuda incondicional por todo aquello que le pidas, igualito que su mamá. Un tipo conversador, casi siempre de buen humor. Movido, hiperquinético, flaquito como un palo porque está todo el día haciendo algo: pintando cuadros, limpiando la casa o recogiendo objetos de la calle para intentar crear con ellos expresiones artísticas que, aunque para muchos se verán como un sinsentido, para él representa una forma más de repartir amor: todo lo que crea con sus manos lo regala a la gente que quiere, sin esperar nada a cambio más que el respeto y las gracias. Eso es él, diagnosticado por profesionales con una edad cognitiva de 12 años, es un “niño” que solo busca moverse y vivir. Y es verdad, tal vez todas estas actitudes parecieran ser inusuales o raras, pero son la mejor forma que tiene Francisco para canalizar la incompleta sinopsis de su mente. Francisco nunca se altera, nunca explota, nunca le ha hecho daño físico a nadie y esto es porque su naturaleza no se lo permite: la válvula de escape de su cabeza es el amor, amor por sus fotos, sus cuadros y su mundo inofensivo lleno de cotidianidades.
En el colegio, Francisco era del equipo organizativo del Modelos de Naciones Unidas. En estos eventos, por varios años, se encargaba del protocolo y lo hacía de maravilla. Era una persona metódica, inteligente, muchas veces soberbia, pero esa característica de su personalidad se camuflaba rápidamente con su necesidad de hacer reír a las personas. Amaba un chiste, un juego, una improvisación. ¿Cuántas cosas de su vida se fueron esfumando a medida que pasaba el tiempo? A medida que en su cabeza se iban desarrollando estos cambios biológicos que le producían, a diferencia de la mayoría de la gente, en vez de encontrarse a perderse. Francisco quería ser médico, como su padrastro. Para ello, y aprovechando las ayudas de CADIVI para estudiar en el extranjero, su mamá lo mandó a estudiar unos meses a Boston. Allí conoció la marihuana y al volver, consumía escondido de la familia (y su repulsión absoluta a cualquier droga) y en poco tiempo en contacto con esa sustancia psicoactiva, su mente no volvió a ser la misma. Un Francisco sin motivaciones más que sus compulsiones incontrolables por tomar fotos, limpiar la casa y hacer ejercicio, le hicieron poco a poco alejarse de muchas amistades y familiares. Progresivamente, mi primo fue convirtiéndose en una carga para su mamá. Psicólogos, terapias, yoga… muchas herramientas que sin duda lo ayudaban, pero que ninguna podía devolver al Francisco del pasado, a la persona que podía controlar su mente, sus emociones y sus acciones. Eventualmente, otras drogas más fuertes llegaron a su entorno y el daño era ya irreparable: múltiples centros de rehabilitación, ansiolíticos y una profunda y permanente vigilancia de su mamá y tías, lo ayudaban por temporadas a estabilizarse y alejarse de todo tipo de sustancias. Pero, aunque la voluntad de mi familia por ayudarlo y cuidarlo son infinitas, el dinero no lo es. Todos estos tratamientos son inimaginablemente costosos y, pese a todo el esfuerzo que se haga para costearlos, manejar la situación desde una economía particular es insostenible.
Francisco hoy tiene más de un año sin consumir. No toma alcohol. Fuma muy rara vez algún cigarro, pero al momento de encenderlo y darle una o dos caladas lo bota, detestando haber sucumbido ante el impulso incontrolable con que su mente le traiciona. Francisco, desde hace mucho tiempo, se desvive y pasa la mayor parte de su tiempo montando bicicleta. Junto con ONGs que se encargan de recolectar fondos para dotar de bicis a niños de bajos recursos en el interior del país, mi primo, ha recorrido Venezuela entera; alejándose de los problemas, despejando su mente y en definitiva, usando su vida para una buena causa. Una causa que para muchos será inocua, innecesaria, insuficiente. ¿Qué más da la vida de Francisco? ¿Qué importa si mi primo monta bicicleta o se desvive dibujando garabatos que él llama arte o tomando fotos que no significan nada? Importa. Importa porque mientras él esté ocupado en sus delirios insignificativos, su madre y el resto de mi familia puede ocuparse de controlar las acciones de Rebeca, quien, sin negarlo, es la persona que cuando no es atendida, causa los estragos que nadie merece.
Pese a estas buenas señales en su vida, Francisco hoy está detenido en España. En prisión provisional sin derecho a fianza por unos cargos grotescos que no responden a ningún principio de realidad, por no mencionar idoneidad, proporcionalidad o legalidad; rodeado de criminales, asesinos y maleantes. Roto, asustado. Le pide a su mamá que lo visite. No puede hacerlo con la frecuencia que Francisco necesita, está recluido, empeorando psicológicamente, su enfermedad se empieza a manifestar con agudeza, le dice a mi mamá y a mi tía a través del teléfono que comunica los dos extremos del cristal que los separa que “los seres de luz lo visitan en las noche y le susurran que todo va a estar bien” Siempre con esa amabilidad que lo caracteriza. Francisco sólo tiene derecho a 45 minutos de visita a la semana por varias razones, la más insólita y dura: “el riesgo de fuga” que españa debe atender por los tratados de extradición de hace más de 20 años entre Venezuela (el país de la corrupción, la arbitrariedad judicial y el completo olvido de las garantías de derechos humanos por antonomasia) y el Estado español. Francisco es español, como yo, como su madre, como 3 de sus abuelos. Francisco vivió varios años en España, contribuyendo a la Seguridad Social. Es simplemente una irreparable injusticia que Francisco esté preso, a la espera de una extradición, en el mismo suelo donde está todo su arraigo. Más allá de eso, desde una interpretación de los fundamentos de derecho que erróneamente contemplan una extradición para mis primos, cabe decir, que atendiendo al principio de reciprocidad al que estos Estados se comprometen, España se ve análogamente imposibilitada a extraditar a sus nacionales (Rebeca y Francisco) ya que Venezuela, en el artículo 69 de la Constitución prohíbe la extradición de venezolanos y venezolanas. Pero aún más importante, y retrocediendo por el causal de los hechos, es inaudito que tanto Francisco como Rebeca estén requeridos por presuntamente cometer tres delitos que nada tienen que ver con los hechos por los que (aún legítimos) han sido acusados. Es simplemente de sentido común entender que para que se configure un delito debe existir una equivalencia con los verbos rectores del tipo delictivo y la acción del sujeto juzgado. Pero como no pretendo confundir al lector con jerga jurídica voy a ser más claro: los tres delitos que se les imputa a mis primos no corresponden con la realidad, pero aún más impactante, no corresponden a ninguna de las denuncias que se han hecho públicas en las redes sociales por parte de las mujeres que legítimamente denunciaron acoso por parte de Rebeca. Francisco está acusado por la Fiscalía Venezolana de agavillamiento, promoción o incitación al odio y exhibición de pornografía infantil. Por estos cargos, Francisco podría enfrentar hasta 30 años de prisión. La pena máxima en Venezuela.
Soy completamente consciente de que muchas mujeres han sufrido acoso por parte de Rebeca. Este acoso no solo no es permisible, sino injusto, inquietante y reprochable. Estás mujeres, al igual que cualquier otra, están en su libre (y justo) derecho de utilizar todas las herramientas contempladas por la Ley para garantizar su tranquilidad. Esto, no solo lo hemos defendido o alentado, sino que además lo hemos practicado: en numerosas oportunidades hemos acudido a comisarías para reportar las crisis de Rebeca. Nunca hemos escondido nuestras actuaciones. Hemos instado tanto a policías como paramédicos su asistencia, en numerosas ocasiones, tanto en Venezuela como en España para poder encontrar paz para mi prima y para todos los que su enfermedad afecte. Yo, desde España, he asumido la tarea solidaria de atender las llamadas y mensajes de muchas de sus víctimas. Y pese a todo esto, aún quieran algunos ingenuamente argumentar que la única solución para Rebeca es estar perpetuamente recluida, es necesario recalcar que si lo ha estado, por meses, por años… pero esto sencillamente no es una posibilidad, ni económica, ni institucional, sino una irrealidad porque a través de la práctica se ha demostrado que cada vez que salía, lo hacía en un estado aún más deplorable. Hace tiempo ya que Rebeca no debía tener acceso a un teléfono, a dinero, a un carro. Todo esto es cierto. Pero, lo que también es cierto, y que estas personas han tratado de obviar a través de la omisión o la mentira, es que la enfermedad de Rebeca, aunque crónica, no se manifiesta en perpetuidad. Rebeca es una persona de 34 años, con su propio domicilio (y que desde hace mucho tiempo no puede entrar en casa de su madre), que vive la mayor parte de su tiempo en un estado depresivo y controlado (por medicamentos antipsicóticos y terapia) que le permite ser productiva y acceder por su cuenta a dinero, teléfonos y otros dispositivos con los que, en sus esporádicos ataques, escribe los mensajes que escribe y se desplaza hasta los lugares que quiere. La falta de entendimiento de este matiz no solo demuestra la poca o nula conciencia sobre las enfermedades mentales y su escabroso camino en busca de la estabilidad y la recuperación, sino también, un insoportable afán por convertir los conceptos legales de responsabilidad y capacidad en una materia ilimitada y subsidiaria frente a terceros.
No puedo hacer suficiente hincapié en la capacidad productiva de Rebeca: ella fue una de las primeras personas que conozco que utilizó el teletrabajo. Desde hace más de 15 años que Rebeca trabaja en páginas freelancer como redactora y editora de textos. Completamente bilingüe, también se lucraba traduciendo textos, canciones y cortometrajes. Mi prima no comete un error ortográfico y cada vez que yo tengo la duda en alguna tilde, me acuerdo de ella y procedo a corroborar. Con ella compartía el amor por la comida. De adolescentes, nos gastábamos el poco dinero que teníamos en ir a comprar sushi al Excelsior Gama. Compartimos humor y hasta el mismo gusto por la ropa. Rebeca fue mi gran compañía desde los 16 hasta los 18 años. Muchas veces me recogía en el colegio con su novia, quien era una persona increíble, guapa y extrovertida. En muchas cosas, la antítesis de Rebeca, y eso me ponía a pensar que las configuraciones del amor son infinitas y que si Rebe había tenido suerte en conseguirse a alguien especial luego de haber sufrido el martirio que sufrió cuando salió del closet, cualquiera podía hacerlo. Y aunque esta no es la historia de cómo la sociedad caraqueña también es directamente culpable del génesis anti-catártico de Rebeca, sepan que la interseccionalidad como análisis causal a toda esta odisea prueba lo enferma que la conducta social canonizada está.
Pero, aún habiendo dicho todo esto, quiero que algo quede claro: no soy yo la persona que va a obviar o disminuir las conductas de mis primos. No seré yo quién luego de hablar de responsabilidad colectiva no practique con el ejemplo. Es cierto que, en el caso de Francisco, aún yo sabiendo y conociendo sus intenciones y acciones bondadosas, la relación con él es un martirio. Estar con una persona que incansablemente toma fotos a todo lo que se le cruce en la mirada es agotador, a veces incómodo. Tratar de mantener una conversación delirante (aunque inofensiva) es cansino y desesperante. Estar con Francisco es así: un ejercicio de paciencia y empatía. Pero soy lo suficientemente razonable para entender que ese ejercicio de humanidad lo practico (cuando me toca) seguramente por estos lazos familiares y de anécdotas que nos unen. Entiendo que pedir al resto de las personas que también lo hagan sería un ejercicio coercitivo al que bajo ningún concepto defendería. Pero una cosa es pedirle al mundo la empatía y otra muy distinta es pedir que no hagan daño con sus acciones y no entender la distinción de las dos es el seno de todos nuestros problemas. Por otro lado, está el caso de Rebeca, que naturalmente es mil veces más complicado. Yo no tengo relación alguna con Rebeca desde hace al menos 7 años. Nuestra bellísima afinidad fue viéndose perjudicada no solo por mi absoluta discrepancia y aberración a sus conductas frente a terceros, independientemente de cualquier justificación aparentemente inimputable producto de su condición, sino porque yo mismo he sido acosado, humillado e insultado por su psicosis. Tengo a Rebeca bloqueada de todas mis plataformas sociales, incluso Gmail, porque a través de ellas Rebeca depositaba su ira hacia mí por ser una persona que nunca le dejó actuar de la manera que ella quisiera. Desde muy temprano, cuando aún su enfermedad no era el caos que es hoy, le recomendaba el camino de la introspección y del sacrificio de las pasiones por el camino de la responsabilidad colectiva y altruista. Y aunque en mi vida me he dado muchos tropiezos producto de esta filosofía claramente heterogénea con las configuraciones del mundo en el que vivimos, siempre apostaré, en el caso de Rebeca o en cualquier otro, en la apuesta por la sensibilidad en vez del amor. Porque la histeria por encontrar el concepto del amor nos distorsiona la habilidad de amar. El problema, sin duda, es el amor. La pregunta, entonces, ¿cómo vamos a amar? Siendo el amor una abstracción, como la inteligencia, como la felicidad… Cada vez que nuestro juicio está siendo nublado por estas pasiones que nos consumen, le damos al amor una peligrosa concreción y por consiguiente, nos encontramos estrepitosamente causando dolor no solo a nosotros mismos sino a otros. Hay que reemplazar ese inmutable amor por sensibilidad. Hay que cambiar el concepto del yo por el de la sensibilidad.
Nadie tiene todas las respuestas. Ni aquellas personas que se empeñan en contar un solo lado de la historia, ni mucho menos aquellos que no saben absolutamente nada de ella, y esto pareciera no ser relevante a la hora de enjuiciar en un tribunal digital, oculto y macabro como son las redes sociales a mi familia y a mí. Tal vez parte de esa historia que algunos se empeñan en dejar de lado es el hecho innegable, documentado y comprobado de que Rebeca y Francisco son personas que sufren enfermedades mentales, pero personas al fin y al cabo. Es tremendamente injusto (por no decir inaceptable) buscar soluciones inhumanas, impensables para cualquier persona en tu entorno, por el mero hecho de estar enfermo. No hay opciones definitivas si vemos a los enfermos mentales como personas, pese al desgarrador intento de muchos de no hacerlo.
Ninguna solución es viable porque vivimos en un mundo configurado exclusivamente para aquellas personas que tienen la dicha de existir y pensar con aparente raciocinio. Y aún así, eso no es del todo cierto: los ególatras y psicópatas ocupan muchos cargos directivos, manejan las empresas y la política. Muchos otros que sufren de paranoia y tienen ideas no compartidas por el resto de la sociedad, pero que aún así aprendieron a canalizarlas, son grandes artistas o creativos. A este tipo de personas histriónicas nuestro mundo las ven, lastimosamente, como valientes, disruptivos, Pero, ¿qué pasa con todos aquellos que no han logrado o les cuesta entender cómo está configurado el mundo, cómo desarrollarse en él? ¿Qué pasa con las personas que no pueden más, que sufren de una afección psicosomática tan profunda que no les deja socializar, trabajar, construir una familia? Se les llama locos, depresivos, flojos, inútiles. Se les asigna un diagnóstico sin hacer muchas preguntas y se les aparta de la sociedad útil. ¿Es prudente, entonces, que cuando te sientas triste, decaído o ansioso; venga el mundo, te robe tu humanidad y te deseche a las cloacas del odio y la incomprensión? ¿Cuándo se firmó el contrato social, de consenso que establece que aquellos enfermos temporales son personas y aquellos que sufren de forma crónica no lo son?
Laura Martín López-Andrade, psiquiatra del Hospital Virgen de la Victoria de Málaga, expone en una conferencia: “Nadie se ha preguntado cuando una persona que oye voces en vez de decir que tiene esquizofrenia… ¿Qué hacen las voces? ¿Le insultan? ¿Alguien más le ha insultado? ¿Esta persona tiene una historia en la que ha sido insultada? Si se dan cuenta, el diagnóstico viene a taponar las explicaciones, a que no nos hagamos más preguntas respecto a lo que le pasa a la gente. Esta línea hace otra cosa: que en el momento en que el problema es subjetivo y se tapona con un diagnóstico, el problema es tuyo. Este es tu problema y tú tienes que resolverlo y si tú no puedes resolverlo, busca a alguien que lo resuelva contigo. Es decir, el problema ya no es social, no es contextual, no es biográfico, el problema es tuyo.”
Hay muchos detalles de esta historia que no me corresponde a mí contar, pero con el corazón en la mano y, con ánimos de empezar de una vez por todas a tratar la salud mental con seriedad, intentaré dar algunos:
El problema que tienen Rebeca y Francisco, sin duda, es social y contextual (y eso ya lo he abordado), pero también es biográfico. Rebeca, por ejemplo, nunca tuvo una vida fácil (independientemente del esfuerzo que su mamá hubiera podido hacer para poder dársela) producto de esas razones biográficas que decidieron hacerla gay, enferma mental y venezolana. El padre de mis primos, un señor llamado Francisco García, hijo de gallegos que emigraron a Venezuela hace muchos años y que lógicamente, se apodaba Paco, era un tipo simpático pero alebrestado. Un tipo que celebraba eufórico los goles de España en los mundiales, flaco, deportista; pero, lastimosamente, inestable emocionalmente. Paco sufría ataques de ira, rabietas violentas que pagaba con quien sea que estuviese a su alrededor. En ese momento, con la desinformación alrededor de la salud mental que había, Paco era llamado simplemente loco. Mi tía Gorda, ya nacidos pero muy pequeños sus dos hijos, empezó a ver insostenible su matrimonio con Paco. Violencia, armas y cuchillos muchas veces se hacían ver en las álgidas discusiones de esa familia. Buscando siempre cuidar de sus hijos, mi tía les tapaba los ojos; llorando, los ocultaba debajo de la cama cuando ese señor noble pero enfermo buscaba librarse de los terrores de su mente reventando ventanas y espejos de un hogar aparentemente armado con amor. Paco se medicaba para calmarse y por bastante tiempo la situación se apaciguaba, pero los ansiolíticos son tan solo una cadena que agarra por el cuello pero que incomoda a la criatura: cuando la cadena se suelta, la rabia es incontrolable. Mi tía, harta de literalmente caminar por cristales rotos, toma la sabia decisión de dejar a Paco, de proteger a sus hijos y alejarlos de ese escenario del caos y el horror. Pero esas manos que buscaban tapar los ojos de Rebe y Francisco llegaron demasiado tarde o no taparon tampoco sus oídos y los gritos de “te voy a matar” de Paco empezaron a hacer eco en el subconsciente de esos dos niños inocentes. Los traumas son la verdadera tragedia de esta sociedad, porque actúan como un eslabón que busca aferrarse y reproducirse en el más profundo recuerdo de los afectados. Si Paco hubiera vivido hasta hoy, seguramente sería diagnosticado con un cuadro clínico parecido al de sus hijos. Paco murió en España, hace varios años, pensionado, medicado y supervisado por el Estado. Murió acompañado, así sea por la Protección Social Española.
Soy consciente también de que desde el desconocimiento es fácil precipitarse a hacer juicios valorativos. La gente está en su libre derecho de dar su opinión. Pero lo que es ilegal, lo que transgrede todo principio democrático y de civilidad, es inventar historias que perjudiquen el nombre y el honor de cualquiera. Y esto no es algo superfluo. De lo contrario, es algo sumamente delicado, tomando en consideración que estos juicios sociales se están creando en Venezuela, en un país en donde el estado de derecho no cumple con ninguna garantía de debido proceso. No creo que haga falta explicar el cómo eso es una realidad. Un país en donde los presos políticos esperan la resolución de sus procesos por más de 10 años. En donde personas inocentes son detenidas, amordazadas y torturadas por más de 9 días por haber ido a revisar el estado de allanamiento de una casa. Donde tienes que pagar para no dormir en el mismo suelo en donde otros 100 presos desechan sus excrementos y orina. Donde te encierran en celdas sin flujo de aire para hacerte agonizar por falta de oxígeno. Y sí, tengo los detalles de esos sucesos porque eso le pasó a mi tío cuando empezó todo esto: él y dos vecinos fueron a revisar la casa de mi tía en Caracas una vez enterados de la orden de allanamiento y al entrar por una puerta sin ningún tipo de notificación y encontrarse una casa destrozada, desvalijada y robada, al salir, los secuestraron a manos de unos matones armados mal llamados fuerzas de seguridad. En Venezuela no hay ni garantía al oxígeno, y hay gente que se alegra de que mi familia esté siendo perseguida por esos mismos matones.
A estas alturas y desproporcionalidad a la que ha llegado este problema, no seré yo quien defienda judicialmente a Rebeca y Francisco, serán los abogados, afortunadamente (si es que ese adverbio cabe en cualquier línea de esta historia) en tribunales españoles, donde si se cumplen las garantías necesarias. Confío plenamente en que más pronto que tarde mis primos reciban la ayuda que tanto necesitan. No seré yo quien litigue por la inocencia de Francisco porque sé que cualquier persona con dos dedos de frente podrá ver la inmundicia de la narrativa que se le creó producto de 3 fotos que cualquiera de nosotros montamos en nuestras historias de Instagram, la diferencia es que tú las montas con un filtro en blanco y negro y él, con el filtro de la compulsión y la enfermedad. Tengan por seguro que no seré yo el que haga pagar y exigir la disculpa de todos esos morbosos del teclado y la zozobra, sea el particular o el periódico que sea, será la justicia y en mayor instancia, la responsabilidad colectiva.
Pero que no me involucre en el proceso judicial no quiere decir que no vaya a involucrarme en la búsqueda de la verdad y la recuperación del honor de mi familia. Lucharé incansablemente para remediar todo el daño presuntamente imprevisto que todo este revuelo mediático causó, como me escribían en privado varias de las precursoras del movimiento de viralización en Twitter, asombradas y apenadas por la trascendencia mediática de sus acciones. Pero que a la misma vez, se alegraban y reposteaban cada noticia en dónde se incriminaba a mis primos y mi familia en tipos legales que nada tenían que ver con lo narrado por ellas. Y esta macabra desensibilización sólo puede deberse por maldad o brutalidad, o ambas en todo caso. Juro que no me cansaré de combatir el trágico nivel de desinformación que hay alrededor de las enfermedades mentales. Lucharé por concientizar contra el lunático modus operandi del fiscal general de la república que consistió básicamente en escuchar las denuncias de las víctimas sólo cuando estas denuncias se viralizaron, tergiversaron y se alejaron de la solución. Pero, sobre todo, lucharé para que le caiga todo el peso de la ley a todos esos pseudo periodistas y medios formales de comunicación que tardaron minutos en difamar a mi familia y que aún no han corregido información que con un mínimo de rigor periodístico no debería ni existir.
Cuando me fui de Venezuela nunca lo hice con la convicción de no regresar. Hasta hace unos días soñaba con volver a pisar Maiquetía, por sentir la cercanía y el calor de su gente. Soñaba entrar en una panadería y que me saludaran con un “buenos días, mi vida”. Soñaba volver por las calles por las que crecí, ver a esos amigos que me decían “negro marico”, tomarme una cerveza con ellos y, con valentía, recordar la infame en el amor pero aún bellísima juventud que tuve. Y aunque parezca contradictorio, no lo es. Porque de eso se trata sensibilizarse, crecer, entender que posiblemente nuestras acciones son más trascendentales de lo que imaginamos, y vivir una vida de odio hacia quien nos daña es vivir en el rencor y discordia. La historia de mi sexualidad es solo mía, pero las consecuencias de contarla le pertenecen al mundo, al mundo moderno, empático y del bien; a todo a quien la necesite. La historia de mis primos no es solo de ellos. Será una historia que despierte la tolerancia y el bien común. Será una historia que despierte la necesaria visibilidad y viabilidad de las personas que sufren enfermedades mentales, sobre todo en esos países donde aún funan con morbo a las familias que no creen en la venganza y el monolito conductual. Todas las historias valen la pena contarlas, es cierto, siempre y cuando con ellas se busque la construcción de una sociedad digna. Comprendo que tal vez estas palabras causen reacciones que vayan en mi contra. No pasa nada, viviré en este limbo entre el delirio y la felicidad porque la inteligencia es emocional o no es inteligencia y el mundo está lleno de vicisitudes como para enfrascarse en el control de una vida en detrimento de todas las demás.